LIXUE


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Palabras:
Fernando Fontenla Felipetti
Relato
2.800
El día había estado horrible, ventoso y frío. Por esa razón, decidí llamar a los chicos y suspender el partido de fútbol programado para esa noche. Sin embargo, cuando el sol ya caía, me sentí encerrado. El día me parecía desperdiciado y pensé que, si no había partido, al menos podía salir a correr unos minutos para sacarme la mufa.
Al girar en la esquina, el viento húmedo del sudeste me dio de frente y me hizo estornudar. Corrí a un ritmo bastante alto, como para entrar en calor lo más rápido posible, pero cuando estaba pasando frente al Estadio Centenario, el aire helado que se arremolinaba detrás de la tribuna, me convenció de que era hora de volver.
Poco antes de llegar a la Avenida Felipe Amoedo, vi que alguien venía corriendo en sentido contrario. Era una chica que no iba vestida como para correr. Más bien parecía ir al trabajo, apurada por alcanzar el colectivo. Debajo de su brazo derecho, sujetaba una cartera contra su cuerpo, intentando evitar que se balanceara mientras corría. Cuando giré en la esquina, me llevé la sorpresa de que la chica giró también en la misma dirección. Pensé que íbamos a chocar. Sin embargo, apenas llegamos a apoyarnos hombro con hombro y, cuando volvimos a estabilizarnos, se dio la curiosa situación de que quedamos los dos corriendo a la par. No pude evitar reírme ante el insólito suceso y miré a mi nueva compañera de running.
Ella no intentó acelerar ni disminuir su velocidad para alejarse de mí. Trataba de mantener una expresión seria sin poder ocultar del todo una sonrisa. Me envalentoné.
—¿A dónde vas? —le pregunté.
—A mi casa.
—¿Y de dónde venís?
—Del trabajo.
—¿Y por qué corrés?
No me contestó. Entendí que me había excedido con el cuestionario. Entonces me miró por primera vez, y vi unos ojos azules, profundos, que rayaban en lo imposible.
—¿Y vos por qué corrés? —me preguntó—. Y ya que estamos, ¿de dónde venís y a dónde vas?
—Vengo de mi casa y voy a mi casa —le contesté—, y corro porque tengo frío.
—Ah… o sea que no tenés nada que hacer.
A mí, que era un obsesivo del trabajo, esa frase me tocó la moral. Pero esos ojos… mirarlos era como clavarse un par de vodkas de un tirón.
—¿Y en qué trabajas? —le pregunté.
—Diseño de indumentaria —dijo y dejó de correr, lo que me tomó por sorpresa y solo pude frenar un poco más adelante que ella. Esperé a que me alcanzara y seguimos caminando uno al lado del otro. Abrió su cartera y sacó una prenda de vestir. Cuando la desplegó, vi que era un abrigo de hilo de color crema. En el centro de la pechera tenía el dibujo de un árbol de color marrón.
—¿Esto lo diseñaste vos? —pregunté.
—Sí. ¿No te parece familiar?
No entendí a qué se refería. Entonces levantó la vista y miró hacia delante. Estábamos llegando a la esquina de la calle San Mauro. Allí había un árbol igual al del diseño.
—No lo puedo creer —dije—. Pusiste ese árbol en el abrigo.
—Sí, ¿por qué no? ¿No te parece precioso?
—Sí —le dije, pero no me parecía. El árbol estaba reseco y deshojado—. Qué raro. Me parece recordar que hace unos días este árbol estaba verde.
—Es por el otoño —me dijo. Y me reí, porque era obvio.
—¿Y en qué otras cosas te inspirás además de en los árboles?
—En cualquier cosa que tenga vida o movimiento: coches, animales, personas. Sobre todo en personas. Si me acompañas hasta mi casa te muestro todos mis diseños. Es acá cerca.
La invitación me tomó por sorpresa y me quedé mudo. Ella me miró y sonrió.
—Si no podés no importa —me dijo.
—Sí que puedo —contesté, entusiasmado—. Vamos.
Tres cuadras más adelante, se detuvo frente a un supermercado.
—Tengo que comprar algo —dijo—, ¿me esperás?
Asentí con la cabeza. Ya estaba oscureciendo y las luces interiores estaban encendidas. A través de la vidriera la pude observar mejor.
Tenía el pelo de color castaño oscuro y la piel muy blanca. Vestía un pantalón negro, ajustado al cuerpo, y una campera de paño de color rojo oscuro. Me llamó la atención que llevara zapatillas en vez de zapatos, aunque era lo más razonable si venía corriendo desde el trabajo. Cuando la chica que atendía la caja del supermercado le pasó un paquete a través del mostrador, ella se estiró para alcanzarlo y la campera se levantó, dejando ver la piel de su cintura. Tenía una figura muy estilizada. Entonces caí en la cuenta de que me había olvidado de algo esencial.
—¿Cómo te llamás? —le pregunté apenas salió.
—Pensé que ibas a entrar a mi casa sin preguntármelo. Me llamo Nora, ¿y vos?
Por razones obvias, omito escribir mi respuesta.
Dimos la vuelta en la calle Saenz Peña y nos paramos frente a una casa poco más allá del otrora glorioso edificio de la discoteca Cuernavaca. Nora metió la llave en la cerradura y empujó la puerta. Levantó la mirada.
—Adelante —me dijo.
Pero me quedé clavado en el lugar, mirándola. Era una diosa. En ese momento me llamó la atención que sus ojos fueran marrones. Grandes, cálidos y llamativos… pero marrones.
—¿Todo bien? —me preguntó.
—Sí —le dije—. Me había parecido que tenías ojos azules.
—¿Yo? ¿Ojos azules? Me encantaría, pero no. Habrás visto un reflejo.
Sentí un leve mareo. ¿Habría sido mi deseo de la mujer perfecta? Di un paso hacia adelante y entré a la casa. Me recibió una bocanada de aire cálido.
—Detesto el frío —dijo y encendió la luz—, por eso dejo la estufa encendida.
En el comedor predominaban la madera, las alfombras y los colores entre el ocre y el naranja. La diferencia de temperatura con el exterior era notable y, casi de inmediato, empecé a transpirar. Nora se sacó las zapatillas y las dejó detrás de la puerta. Señaló mis pies. La imité y dejé mis zapatillas al lado de las suyas. Tocar la alfombra con los pies descalzos me dio sensación de intimidad. En un impulso estiré las manos para desabrocharle la campera. Cuando terminé con el último botón, tiré de una de las mangas y se la saqué.
—Dejala acá. —Señaló un perchero—. La tuya es más fácil. —Bajó el cierre relámpago de mi campera.
Esperé que la colgara con la idea de pasarle un brazo por la cintura, pero ella se movió rápido y caminó hacia la cocina.
—¿Querés un café? —me preguntó desde lejos.
—Sí, dale.
Llegué a la cocina diez segundos después y Nora tenía dos cafés humeantes en las manos.
—¿Cómo hiciste eso? —le pregunté.
—¿Qué cosa? Ah, sí… es que acá todo ya está caliente.
Pero en realidad era imposible que el café se hubiera calentado tan rápido. En ese instante tuve en mis manos una prueba más que suficiente para darme cuenta de que las cosas no estaban surcando los carriles de la normalidad… pero esa figura… y esos ojos azules… o marrones. Ya ni siquiera lo sabía.
Nora puso los cafés sobre el escritorio y encendió la computadora. Entonces me mostró sus diseños. Me llamó la atención como cada ilustración captaba el detalle esencial de cada objeto. Había un Volkswagen Beetle en donde la parte delantera se estiraba hasta terminar en una boca humana de labios gruesos y carnosos. Había muchos dibujos de personas realizando alguna actividad. En particular, me gustó mucho la expresión de una cantante frente a su micrófono.
—Este me encanta —le dije.
—Sí, ella era linda. Lástima que ya no canta más.
—¿Qué le pasó?
—Se quedó sin voz.
Continuó mostrándome sus dibujos, pero mi mirada se desviaba cada vez más de la pantalla hacia su cuerpo.
—Voy a buscar más café —me dijo, y esta vez me pareció que sus ojos eran de color naranja.
Dejé de perder el tiempo. Le pasé una mano por la cintura y la atraje hacia mí. Noté que su cintura era fina en extremo y su piel tersa y cálida. Con la mano libre le tomé la cara y la besé. Me pareció que el calor del ambiente aumentaba en segundos. Le saqué la remera y moví las manos por su espalda hasta encontrar el broche del corpiño. Lo desenganché. Liberé la prenda de los hombros y dejé que cayera. Mis labios recorrieron sus pechos, mientras sus pezones aumentaban visiblemente de tamaño. Llevé mis manos a sus caderas y tiré del pantalón hacia abajo. No llevaba ropa interior o había desaparecido junto con el pantalón. Cuando las yemas de mis dedos hicieron contacto con su sexo, tuve la sensación de que sus labios reaccionaban. Como si fueran ellos los que reconocían mi cuerpo y no al revés.
ñal de disculpas.
—Perdoná —me dijo—, estoy impaciente.
Vi que temblaba. Me sentí eufórico por provocar esas reacciones en una mujer tan hermosa. Pensé en qué suerte había tenido de encontrarla. Me saqué los pantalones y la esperé en el suelo.
Ella dejó bajar su cuerpo. Penetrarla fue una conmoción. Se movía lento pero profundo, sin desperdiciar un centímetro de piel. Todo su cuerpo era activo.
Minutos después, decidí que era el momento de cambiar de posición, de retribuirle lo que me estaba dando, o de darle todo o con todo, como prefieran.
Levanté su cuerpo —era liviana, casi etérea—, y la hice girar hasta que quedó recostada en la alfombra. Ella movía sus piernas en círculos. Me invitaba.
Al penetrarla me sorprendí. La sensación fue diferente a la vez anterior, como de succión, pero me concentré en brindarle ritmo y contundencia. Poco después noté que ella temblaba de nuevo. Ya no parecía tan segura de sí. Le estaba haciendo perder el control. Era mía.
Eché el resto, bombeando fuerte, pero cuando estaba a punto de explotar, ella me agarró por los hombros y, con una fuerza de la que no la creía capaz, levantó mis setenta y seis kilos y me puso de nuevo contra la alfombra.
—Un poco más —me susurró al oído.
Empezó a moverse cada vez más rápido, hasta que dejé de sentirme cómodo. Pensé que era mejor retomar el control, quizás dándole desde atrás, sujetando sus nalgas.
Intenté levantarme, pero solo llegué a apoyar un codo. Nora estiró su brazo y con la punta de los dedos me empujó hasta acostarme de nuevo.
—Ya casi —me dijo y me besó.
La dejé seguir, pero ella pesaba cada vez más.
—¿Cambiamos? —le pregunté, tenso, pero no me contestó. Subía y bajaba a una velocidad demencial. Hice un nuevo intento por levantarme, con todas mis fuerzas, pero pude moverla ni un centímetro. Empecé a sentirme adormecido. ¿Me habría puesto algo en el café?
—Dejame salir —le dije, y la voz me salió gangosa—. Ella negó con la cabeza y el tacto del interior de su cuerpo empezó a cambiar, a ponerse áspero, hasta llegar a ser abrasivo. Me estaba lastimando.
Levanté un brazo para arañar su rostro, pero apenas llegué a hacerle una caricia. Ya no tenía fuerza.
—Te tengo —me dijo entre jadeos.
Y era cierto.
Me había cruzado con una desquiciada que me había drogado. Poco después me di cuenta de que ocurría algo más que eso. De alguna manera, me estaba sacando la energía, me estaba chupando el jugo. Podía sentir como mi vitalidad fluía hacia ella a través del contacto de nuestros cuerpos. Cada vez estaba más débil. Su aspecto empezó a cambiar, sus rasgos se hicieron orientales, sus ojos cada vez más rojos y su pelo se fue aclarando hasta hacerse blanco por completo. Era un demonio y yo era su presa.
Mis sentidos se estaban aletargando. Oía sus jadeos como si vinieran desde lejos. La vista me chispeaba y me di cuenta de que estaba a punto de perder la consciencia. Me iba y, con toda probabilidad, no volvería. Ella pareció notar mi debilidad y disminuyó la velocidad de sus movimientos hasta quedarse quieta.
Cuando se separó de mí, fue como si me desconectaran del cable de doscientos veinte voltios que me daba la vida. Un apagón. Un momento después, recuperé parte de los sentidos y sentí un dolor agudo. Levanté un poco la cabeza y vi que mi pene era una masa sanguinolenta.
Nora, o lo sea que fuera esa cosa, caminó hasta un mueble de cristal y sacó una botella de vodka negro. Le dio dos tragos largos. La oí tragar. Se sentó frente a la computadora y empezó a teclear con unas uñas largas y negras. ¿Cómo no había visto antes esas uñas? Empezó a sonar una canción con una guitarra eléctrica estridente y una voz de mujer retorcida:
«I’m just a vision on your tv screen
Just something conjured from a dream»
—¿Te gusta? —me preguntó Nora—. Es mi banda de rock favorita.
Levantó la botella de vodka y le dio otro trago. Soltó un eructo largo y profundo, inhumano.
—A tu salud —dijo—. No te ofrezco una copa porque, como estás, te vas a babear. Ahora te llegó el momento. Te voy a dibujar.
Durante un largo rato vi como tecleaba y movía el ratón, mientras de fondo sonaba lo que después supe que era Siouxsie and the Banshees. No aguanté más y me dormí o me desmayé. No lo sé con certeza.
Tiempo después sentí que me sacudía. Abrí los ojos. Su rostro estaba a centímetros del mío. Me pasó la lengua por los labios. Su sabor era agrio y rancio, y su aliento olía a carne podrida. Tengo que reconocer que aún en ese momento seguía siendo bella, atractiva e irresistible. Si hubiera tenido un gramo de fuerza la habría atraído de nuevo hacia mí.
Volvió a su escritorio y giró el monitor para que yo viera su obra. Había pensado que me iba a dibujar allí tirado, desnudo e inerte, pero en la pantalla yo aparecía corriendo, con la tribuna del Estadio Centenario de fondo, en el exacto instante anterior a nuestro encuentro.
—Me gusta dibujar las cosas como eran antes de que yo las tocara —me dijo—, porque sé que cuando las toco las estropeo. Fui la típica nena que rompe los juguetes. Siempre disfruté retorciendo y destripando. Esa es la gracia de las cosas, despanzurrarlas para ver qué tienen adentro. Y te digo que vos no tenías demasiado para dar, pero bueno… toda contribución a la causa, por más pequeña que sea, es bienvenida.
Entonces se agachó junto mí y acercó su boca a mi oído.
—Nora será tu madrina —me dijo—. Yo soy Lixue.
Volví a despertarme en una cama del hospital de Quilmes. Habían pasado cuatro días y no me acordaba de nada, pero con el tiempo el recuerdo fue volviendo. Todo.
Al principio los médicos estaban seguros de que tenía COVID-19. Con el correr de los días el diagnóstico pasó a una anemia severa de origen desconocido. Pero cuando me vi en el espejo, me di cuenta de que no solo había perdido glóbulos rojos. Habría sido mejor si me hubiera mordido un vampiro. Me faltaba carne y, en particular, los músculos de mis piernas, que siempre habían sido mi parte más fuerte, ahora eran los colgajos de un desnutrido.
Mi aspecto es extraño, la piel no está arrugada, no parezco viejo salvo por el pelo que se me quedó blanco. También me faltan otras cosas: oigo menos, veo menos y hasta el tacto me parece menos sensible. Los dientes se me empezaron a romper uno tras otro y me canso al caminar unos pocos pasos.
Lo peor de todo es que la cosa no parece mejorar con el tiempo. Ya pasaron ocho meses y todo sigue igual. Vi médicos, seudomédicos y manosantas. Nadie sabe qué tengo y, por supuesto, a ninguno le conté la historia. ¿De qué hubiera servido? Solo mi hermano la sabe y fue él quien me insistió a ir a buscarla. Yo tenía miedo. No por mí que ya estoy acabado, sino por él.
Cuando fuimos a esa casa maldita nadie salió a pesar de que golpeamos la puerta en varias oportunidades y a distintas horas del día. Los vecinos más cercanos nos dijeron que ahí no vive nadie. Yo les aseguré que sí, y les advertí que por todos los medios eviten pasar delante de esa casa. Y que, si alguna vez la ven, no duden, corran, corran y corran hasta donde les den las piernas y, por sobre todas las cosas, que no intercambien palabra con ella, porque es dulce, muy dulce, te atrapa y te lleva adentro.
Y te come.