Las flechas del abuelo Tito


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Fernando Fontenla Felipetti
Relato
1.300
Relato ganador del Concurso Yo te cuento Buenos Aires X,
organizado por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires.
¿Barrios? Todos. ¿Calles? El que te diga que las conoce todas, te miente. Yo las conozco casi todas. ¿Que cómo las conozco? ¿Soy taxista, motomensajero? No.
De chico estudiaba la Guipla. Eso decía mi abuelo. ¡Estás estudiando la Guipla! Yo tenía cuatro años. ¿Qué? ¿Es increíble? Como digas, pero es verdad. Y el culpable de tal accionar en un chico de esa edad era él, mi abuelo, porque su Guipla estaba llena de flechitas.
Las flechitas te llevaban a distintos lados: A la casa del tío Pacholo, a lo de la tía Sara, a la biblioteca, a Yupanqui —que es un mayorista de quesos, en Liniers—. Además, las flechitas de mi abuelo eran impecables, perfectas, idénticas entre sí, herencia de la letra normalizada que se practicaba en el Otto Krause. Lo que más me fascinaba era que, cuando había que doblar, aparecía una flechita con un codo de noventa grados. Mejor todavía era cuando el giro era distinto del ángulo recto, como cuando venís por Beiró y tenés que doblar en Avenida San Martín. No sé si mi abuelo usaba transportador, pero la flecha coincidía justo con la curva a realizar. También había flechas en zigzag, como cuando venís por Ruiz de los llanos y tenés que hacer unos metros por Juan B. Justo antes de seguir hacia Rivadavia.
Yo le preguntaba a mi abuelo:
—¿Qué dice acá?
—Sanabria.
—¿Y acá?
—Segurola.
Es que yo aprendí a leer con la Guipla. Cuando la maestra me puso delante de la cara el libro de lectura, le dije, mimamamemima de corrido, y después, para hacerme el canchero, abrí el libro en la última página, en una lectura que tenía palabras con equis y con ye, y la leí a toda velocidad. La mujer se quedó con la boca abierta y no me tomó más lectura en todo el año.
Ya sé que estuve mal. Algunos compañeros que hacían m-ma-ma…me… mi… quedaron deprimidos. Uno de ellos, Patricio, todavía me lo echa en cara hoy día.
Pero yo no tuve la culpa, fue mi abuelo Tito con su Guipla y sus flechas, que me enseñaron a leer, me enseñaron geometría, me enseñaron a ubicarme en el espacio, (mientras escribo esto me doy cuenta de hasta qué punto), me hicieron conocer Buenos Aires y más, porque tengo la teoría de que cuando conocés bien una ciudad tan grosa como esta, podés desenvolverte en cualquier otra ciudad del mundo sin problemas. Porque no te dan miedo las avenidas de diez carriles. No te dan cagazo las favelas, ya que, de lejos, sabés si alguien te va a afanar o no. El subte de París te parece una boludez, porque anduviste mil veces bajo la diagonal norte. Y no te perdés nunca, en ningún lado, siempre sabés a dónde vas, porque las flechitas del abuelo te llevan a dónde quieras.
Estarán pensando que soy un delirante, pero cuando veo un plano de Nueva York, yo me imagino esas flechitas yendo de Brooklyn a Manhattan.
Mejor vuelvo a la escuela. Otra maestra me vino con lo de las invasiones inglesas y yo, en vez de agarrar el libro de sociales, agarré la Guipla, esa, sí, la de 1963, la que ya tenía quince años de flechitas, y me subí a los techos de la calle Defensa para soltar cacerolas de aceite hirviendo, y me parapeté en una esquina de la calle Reconquista, mosquetón en mano, a rescatar a Buenos Aires de las garras del invasor. Ese día, estuve tentado de llevar la Guipla a la escuela, pero no lo hice. Temí que la maestra me incautara el preciado libro de planos como prueba de maltrato infantil y que mi abuelo terminara siendo culpable de instigación al flechismo o algo por el estilo.
Sigo:
Había flechitas en lápiz y flechitas en birome. Las de lápiz eran las que estaban a prueba, las que todavía eran plausibles de modificaciones, y las de birome eran las seguras, las probadas. Porque mi abuelo no solo dibujaba flechas, probaba los recorridos. Porque todo esto no empezó porque sí. Empezó cuando mi abuelo se compró el Isard 700. Para los que no lo saben, el Isard 700 era un BMW fabricado bajo licencia por un pequeño industrial argentino. Con el Isard, mi abuelo salía a probar los recorridos flechados en lápiz, y si eran buenos, si no tenían muchos pozos, pasaban a la birome. Lo peor que le podía pasar a un recorrido en lápiz, era que fuera contramano. Porque la Guipla, al menos en aquella edición de 1963, no tenía las manos de las calles. Esto me hace acordar que también había flechitas con dos puntas, las que indicaban las calles doble mano, si eran angostas, porque si eran avenidas anchas se señalaban con dos flechas individuales paralelas y de sentido inverso. Más claro imposible, que querés que te diga. Si te perdías con la Guipla de mi abuelo, eras un boludo.
Por supuesto que muchas veces las flechitas atravesaban la General Paz y el Riachuelo, porque esos límites los pusieron los cabeza fría. Así les llamaba mi abuelo a los que hoy diríamos que pensaban como el culo. Porque Avellaneda es Barracas al sur, porque Rivadavia sigue y sigue hasta llegar a Luján, y porque Cabildo y Maipú son la misma avenida. Porque la ciudad tiene piernas y brazos aunque intenten desmembrarla. Eso hacen los cabeza fría: cagadas, y no se dan cuenta de que Buenos Aires es un ser vivo que crece y que cobija a sus hijos venidos de lejanas provincias y aún más distantes países bajo sus alas, y no deja a nadie afuera.
Las flechitas de mi abuelo iban y venían de Quilmes, de Adrogué, de Hurlingham y de San Fernando, que tiempo atrás eran pueblos solitarios, pero que hoy son todos barrios porteños, porque la ciudad los abrazó y los unió.
Cuando fui mayor, continué agregando flechitas. Las mías nunca fueron tan prolijas como las de mi abuelo, pero me dediqué, con inocultable obsesión, a cubrir las zonas y las calles que mi abuelo no había recorrido. Una cuestión de justicia. ¿Por qué Devoto sí y Soldati no? Y ahí fui, pero con una gran diferencia. Mi abuelo siempre tenía una excusa para ir a un determinado lugar: visitar un pariente, ir a comprar algo, hacer algún trámite, aunque estoy seguro de que a veces las inventaba y que el verdadero propósito era averiguar hasta dónde llegaba la doble mano de Juan Bautista Alberdi viajando hacia el centro (Hasta Avenida Bruix, me contestan las flechas).
Empecé en bicicleta, seguí en moto y después volví a la bici. Más despacio es mejor, se ve más y hacer un poco de esfuerzo para llegar a un lugar nunca es en vano, porque así se valoran más los logros.
Recorriendo Buenos Aires aprendí que el lunes por la mañana te hace sentir indefenso. Toda esa gente yendo a trabajar, segura de lo que hace. Y vos, ahí, vagueando, sin rumbo, rodando en las calles que las flechas te indican como si eso fuera lo que hay que hacer. En cambio, los viernes, la expectativa del descanso, de la diversión y del encuentro, nos hace revivir.
Alguien me preguntó a dónde llevan mis flechas preferidas. Acá no sé si van a estar de acuerdo conmigo, porque me gustan los contrastes y esta ciudad te da todos los que quieras. Aburriría de nombrarlos. Me quedo con uno. La avenida Roca, con el ruido de los autos de carreras pasando detrás de la tribuna del autódromo. Sigo, y a mi derecha aparece la silueta moderna del estadio de la villa olímpica y a mi izquierda la serpiente del Vertigorama, la que supo ser la montaña rusa de doble vía más grande del mundo. Más allá está la Torre Espacial, el tentáculo más fino y largo del monstruo. Sí, esa es mi flecha preferida, la que apunta para arriba, porque desde allí se pueden ver todas las extremidades de Buenos Aires, esas que no dejan a nadie afuera.